Aguirre, la cólera de Dios (1972)

Nunca antes en la historia del cine había habido ningún intento de rodar a lo loco tan salvaje, desesperado e inhóspito como el que supondría Aguirre, la cólera de Dios, dirigido por Werner Herzog. Por muy extremas que fueran aquellas condiciones del clima y del entorno dentro de la historia propia, los hechos crudos y reales del rodaje no fueron menos difíciles. Por lo sucedido durante un rodaje de cinco semanas, se supone que la experiencia fue casi imposible y que la relación entre el actor Klaus Kinski y el director llegó, como en muchos otros momentos de su carrera conjunta, al borde de la enemistad.

Caracterizado muy a menudo como un tipo de desbocada pasión que lo lleva a comprometerse con proyectos e historias sometidos a todo tipo de condiciones extremas antes de ponerse en la gran pantalla, constituyendo su propia especie de un cine que da tanta vida como la cobra, Werner Herzog casi siempre cumple con sus propias expectativas. Y Aguirre, la cólera de Dios es lo que han llegado a llamar muchos críticos un éxito a lo grande, el mejor resultado que se pueda esperar de esos férreos ideales suyos.

Breve y a la vez densa, con la pesadez de una expedición poco envidiable, Aguirre comienza por encima de la selva amazónica, observando a lo alto la brumosa atmósfera que parece ser la entrada de una caldera congelada. Allí se ve toda la expedición deambulando por una ladera, alargada en un desfile interminable de hombres, mujeres e indígenas, así como caballos cargados con todo tipo de vituallas para la expedición.

Este es el primer y largo descenso que da comienzo a lo que solo puede ser una sarta de esperanzas perdidas. Poco factible desde el primer momento, a partir de ahí la aventura en busca de El Dorado se relaja, esperando a desplegar toda su magia visual. Y habiéndonos adentrado en estos primeros momentos y ambientado este mundo de lo imaginable y lo terrible, poco a poco la historia va dando paso a lo inevitable. Todo apunta al infortunio y a la némesis que esperan a los aventurados, a los codiciosos y a los soberbios, por encima de los que sobresale el loco Aguirre.

Empleando unos efectos visuales que tienden a seducir a medida que va avanzando la historia, Herzog hace que nos queden claras cuáles son las virtudes de su obra. Lo sucedido en cualquier momento dado de la historia no es una de ellas—no es nada sorprendente lo que pasa a lo largo de la expedición, y la película no es del género de misterio. Se da por hecho que todos son hombres condenados y expuestos a las consecuencias de sus motivaciones. Más que los eventos propiamente dichos, lo que suscita fascinación son los vínculos psicológicos entre los miembros de la expedición en relación con el líder y el epónimo malvado de la película: Aguirre, la cólera de Dios.

Tan ficticia como temible, la figura de Aguirre extrae de las vidas humanas de su entorno la materia prima para su fantasía, su megalomanía y su locura. Sumado en la historia a todos sus componentes psicológicos y visuales que nunca se refrenan por su intensidad y su viveza, Aguirre se convierte en todo un espectáculo, en un único fogonazo repartido entre los momentos de la película.

Por supuesto que recomendaría esta película si a ella le hiciera falta, pero la verdad es que se recomienda a sí misma—y la imagen que acaba con este hombre de sueños corruptos es una de las más inolvidables que he visto jamás. Se debe probar esta rareza, pero cuidado—que pica a los sentidos.