Una experiencia de mis años en el instituto

A un ser humano le puede pasar que piensa de vez en cuando en los extremos materiales de la vida, en cómo puede haber, entre tantos recursos económicos de los que dispone un número asombroso de naciones hoy en día, una desigualdad entre los seres humanos tan pésima que hasta parece ser una locura. Pero la vida es así. Incluso cuando existe en el mundo comida, dinero e inmuebles de sobra, la gente se queda desamparada en la calle, pidiendo el cambio que quizá les sobre a los viandantes que pasan caminando por las calles cuyos indigentes pueden mirarles como una manada desunida por una supervivencia cruda y real.

Con una actitud hacia este tipo de realidad poco formada, y más bien ignorante, había empezado en el instituto a estudiar y a hacer frente a las nuevas exigencias que conllevarían todas mis clases y el nuevo trabajo de ser un adolescente de verdad. Pero al cabo de poco tiempo—algunos meses como mucho—había empezado a afrontar un nuevo reto en mi vida, sumado a todo lo demás y sugerido al principio por mi padre como una actividad comunitaria que, además de aportarnos toda la satisfacción que desprende este tipo de caridad, ayudaría a acercarnos el uno al otro como se debe entre un padre y su hijo: iríamos a arrimar el hombro en el centro local para indigentes, acudiendo a su cocina trasera un domingo al mes para preparar un desayuno pleno, sano, y casero para todos los que nos vinieran de las calles.

A primera vista, pareció un cometido extraño e incluso poco social. ¿Cómo iría a ayudar yo, ante toda esta gente venida de la calle, con heridas abiertas, suciedad y un cierto aire de amenaza? Aparte de esta incomodidad del ambiente, creía en ese entonces que salir de tanto en tanto a ayudar a la gente supondría para mí una pérdida de prestigio social, como si fuera a unirme a un circo de los menospreciados de nuestra sociedad, lo cual me convertiría dentro de mi propio círculo en uno de ellos.

Pero con todo y eso, haber tomado la decisión que más le agradaría a mi padre y que consideraba yo además la que me llevaría a una mayor conciencia social, fuimos los dos al centro para nuestro primer encuentro con un aspecto de la humanidad que hasta entonces nos era poco conocido. Y sufriendo todo el rato los nervios que me acompañaron durante los minutos en coche aquel primer día, a decir verdad, después de todo lo anticipado, todo nos salió bien.

Más que bien, llegaría a ser una de las pocas cosas que podríamos hacer juntos mi padre y yo, y uno de los trabajos mensuales por los que sentimos los dos que hacíamos algo impecablemente beneficioso para la sociedad.

Hace algunos años que no prosigo este hábito de mis años del instituto, pero aun así, pasados tantos años desde que empecé con aquel primer domingo, si estuviera de pie ante un jurado del tribunal de mi vida hablando de los asuntos que más me generaran una especie de satisfacción reflexiva, tendría que confesar que lo haría todo otra vez. Y que mereció la pena hacerlo, seguro.